Hoy hace mucho frío, así me apetece ir cerrando el año con una historia veraniega. A veces el tema va de acordarte de cuando querías lo que tienes ahora. El día que hice estas fotos había 42 grados en Siracusa.
Siracusa se asoma al mar desde edificios de piedra caliza. Es como si Salamanca estuviese en Almería. La paleta de colores neutros se extiende por toda la ciudad y por la península de Ortigia, que es donde está el centro histórico y la mayor parte del asunto turístico.
La ciudad es pequeña, pero puedes pasear durante horas mientras no te importe pasear al sol. Si miras hacia atrás, más allá de Ortigia, verás una ciudad del sur de Europa, con edificios de azulejo que han visto tiempos mejores habitados por personas que hacen su vida allí. Y, en medio de sus casas, sobresale una cosa rarísima que interrumpe el paisaje.
Tuvimos que buscarlo en Google: “cúpula rara hormigón siracusa”. Y Google marcó camino hasta Nuestra Señora de Las Lágrimas, que en italiano es Madonna Dei Lacrime. Acordarme de qué significa en realidad Madonna es uno de mis Imperios Romanos.
La primera piedra de este delirio arquitectónico se consagró en 1954. La iglesia como tal se bendijo en el 94, y en el año 2002 pasó por allí Juan Pablo II y la ascendió a basílica. Basílica menor, aunque no es cosa menor: la torre piramidal tiene una altura de 30 metros. En el plano inicial iban a ser 103. A día de hoy es un santuario regional.
Mejor fíjate en las fotos, porque las palabras no alcanzan. Es una cosa rarísima: simétrica y asimétrica, llena de esquinas, con varios juegos de luces a la vez. Por fuera es, a secas, rara. Por dentro es fascinante. El diseño es de los arquitectos Michel Andrault y Pierre Parat, pero la construcción la dirigió un ingeniero, Riccardo Morandi.
En una tarde sin misa, se pueden visitar una a una las capillas de los laterales. El aire noventero/dosmilero de sus decoraciones tiene vibras de WordArt. Se pueden donar limosnas mediante un código QR, y hay varias jukebox en las que, si donas (con contactless) te cantan una oración. No lo probé en persona, pero no hizo falta: la basílica estaba llena de devotos locales.
Sales de la basílica y no hay absolutamente nada. Entiéndeme, “nada”. Están las casas, está la gente y su rutina. Cruzar a Siracusa desde Ortigia es recordar que la ciudad no es un decorado, que la vida sigue pasando sin esperar aquí plantada a que vengas tú. A veces sólo hace falta que una pirámide de 30 metros de hormigón te marque el camino para darte cuenta.